El incierto futuro de la democracia
- UBA Centro de Estudios de Política Internacional
- 6 may
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Por Facundo Jurisich, Estudiante avanzado de Ciencia Política (UBA). Especialista en teoría política y geopolítica. Redactor en Diario El Gobierno.

La expansión ilimitada de la democracia fue una de las ideas predominantes en todo el mundo luego de la disolución de la Unión Soviética. Se pensaba que democracia y capitalismo eran inseparables, y que juntos llevarían la prosperidad a todas las sociedades del mundo, terminando con las guerras, la irracionalidad y la pobreza. La humanidad presenciaba la victoria final de la modernidad: un mundo secular y pacífico regido por la razón, gobernado por Estados respetuosos de las libertades y en desarrollo gracias a la libre competencia de empresas privadas. De la mano de este clima de época, muchos países de nuestra región consolidaron sus instituciones políticas democráticas, que en muchos casos eran todavía inestables o inexistentes en los '80, al mismo tiempo que iniciaron reformas estructurales tendientes a garantizar una mayor libertad de mercado, abandonando muchas políticas tradicionalmente intervencionistas. Sin embargo, poco tardó en verse que esta victoria de la modernidad ilustrada no era más que una victoria pírrica, una ilusión. En su momento de mayor fortaleza aparente, la democracia occidental estaba empezando a desmoronarse, con graves consecuencias para nuestra región en la actualidad.
La ilusión de victoria estaba sustentada en varias creencias, que durante estas primeras décadas del siglo XXI fueron derrumbándose poco a poco. La primera era la idea de que la democracia occidental, junto con sus ideales y la cosmovisión que la sustenta, podrían expandirse a todo el mundo: tan solo era una cuestión de tiempo. La primera fractura en esta creencia empieza en una fecha y un lugar claros: el 11 de septiembre del 2001 en Nueva York. El atentado a las torres gemelas posicionó a Medio Oriente como enemigo de Occidente, y en el imaginario popular, como una región imposible de civilizar y no apta para la democracia, lo que justificó las intervenciones militares en Irak, Afganistán y otros países. Si bien parecía haber un haz de esperanza con la llamada Primavera Árabe, esta fracasó rápidamente, y todos los países que habían tenido algún tipo de revolución democrática volvieron a regímenes autoritarios en poco tiempo. Hasta Túnez, el país que más tiempo mantuvo su régimen democrático, terminó virando hacia una institucionalidad más autoritaria con la reforma constitucional de 2022.
En paralelo, otros países que parecían estar caminando hacia la liberalización política empezaron a recorrer el sendero opuesto. La incipiente democracia rusa fue teniendo cada vez menos libertades políticas a medida que Putin fue consolidando su poder. La transición democrática de Turquía llegó a su fin con la reforma constitucional de 2017, que consolidó los poderes presidenciales de Erdogan, presidente de dicho país hasta el día de hoy. Hungría también está atravesando una etapa de reducción de las libertades civiles y políticas y concentración del poder en una persona durante el mandato de Orbán, primer ministro del país desde 2010. En la India, desde la asunción de Modi como primer ministro en 2014, instituciones fundamentales de la democracia como la independencia de la prensa o el respeto a la oposición empezaron a deteriorarse. Como último ejemplo, podemos citar a China. Si bien el gigante oriental nunca tuvo un régimen democrático, en las décadas anteriores a la asunción de Xi Jinping en 2014 las libertades civiles se fueron flexibilizando de a poco. Pero tras la asunción del actual mandatario, este proceso empezó a revertirse.
Es justamente China el país que supone un mayor desafío para la democracia liberal occidental, al plantear un sistema político alternativo y viable por primera vez desde el final de la Guerra Fría. Es conocido el meteórico crecimiento económico de China durante las últimas décadas, que sumado a su alta población le valió para alcanzar el estatus de potencia mundial. Los países subdesarrollados, que hasta hace relativamente poco miraban a Estados Unidos o Europa, ven en el país oriental un modelo de desarrollo alternativo, que combina autoritarismo con capitalismo, rompiendo así el tradicional matrimonio de este último con la democracia occidental. Incluso podría argumentarse que el capitalismo, entendido como la concentración del capital en pocas empresas, funciona mejor con un gobierno autoritario capaz de concentrar todo el poder necesario para regularlo. Quedará para otro artículo el análisis de las similitudes entre esta defensa del modelo chino y las características del fascismo clásico. En cualquier caso, la división republicana de poderes funciona mucho mejor con el ideal de sociedad de pequeños propietarios que con la sociedad de grandes corporaciones con recursos prácticamente ilimitados para litigar y hacer lobby.
Sin embargo, nada de esto supondría un problema para nuestros sistemas políticos si no fuera por sus cada vez más evidentes problemas internos. De vivir en la llamada edad de oro del capitalismo de mediados del siglo XX, o en la belle époque de finales del XIX, los avances del autoritarismo capitalista oriental no supondrían una amenaza para la forma de vida occidental. El problema, justamente, es que dichos avances son seductores cuando del otro lado no hay más que estancamiento e incluso decadencia. Si el sistema republicano de división de poderes no consigue reducir el malestar social, y cada vez menos gente cree en él, ¿por qué no cambiarlo por un sistema con menos libertades pero más eficiente? Ese es el dilema al que se enfrentan las democracias occidentales. Por otro lado, esto lleva también al debilitamiento del sistema internacional liberal, ‘basado en reglas’, que buscaba castigar a los países no democráticos. Todos los mandatarios mencionados anteriormente tienen en común el ser nacionalistas, oponiéndose al sistema internacional liberal con bastante éxito. Hoy en día un país puede ir hacia el autoritarismo y tener socios alternativos a los occidentales, cuyas sanciones antes tenían mucha más influencia.
Este debilitamiento de las democracias occidentales se ve en datos concretos: según el informe de V-Dem de 2025, por primera vez en 20 años hay más países autocráticos que democráticos (91 contra 88) y el 72% de la población mundial ahora vive en autocracias.
Por supuesto, este contexto mundial llega también a los países occidentales subdesarrollados, como el nuestro. ¿Vale la pena imitar el sistema republicano liberal de Europa y Estados Unidos, cuando es en su lugar de nacimiento donde se está poniendo en duda? Los tradicionales partidos de centro-derecha de Latinoamérica, que eran quienes más miraban al modelo occidental, están entrando o ya entraron en crisis terminales a causa de esto. En consecuencia, la dicotomía que surgió en el siglo XXI entre autoritarismo de izquierda o democracia capitalista parece haberse transformado en una dicotomía entre autoritarismos de izquierda y de derecha. De un lado tenemos a Cuba, Venezuela, Nicaragua y tal vez Bolivia. Del otro, siendo esta tendencia más reciente, se encuentran por ahora El Salvador y tal vez Ecuador. México, por su parte, parece haber abandonado el camino hacia la democratización y estar volviendo al sistema de partido hegemónico, esta vez con el partido MORENA en vez del PRI.
La pregunta para nosotros es si Argentina puede consolidar su sistema republicano, mejorando sus deficiencias, en este contexto, o si por el contrario, la democracia va camino a debilitarse, con un presidente cada vez más omnipotente y una sociedad civil cada vez menos autónoma, ya sea que se de esto por izquierda o por derecha. La otra pregunta crucial es si acaso podemos desarrollarnos bajo el modelo de una democracia capitalista, o si inevitablemente vamos hacia el autoritarismo capitalista. En cualquier caso, el contexto internacional es crucial a la hora de pensar el sistema político propio.
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